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domingo, 22 de octubre de 2017

¡No la desafiemos!

Por Janet Rios

El reciente terremoto que ha afectado a México, de intensidad 8,2 en la escala de Richter, muestra la fragilidad del sistema físico, el planeta Tierra, en el que vivimos. Sé, por experiencia, lo que significa un fuerte terremoto. Sufrí uno de intensidad 7,6 en la ciudad de México, el 14 de marzo de 1979 a las 5 de la mañana. Todavía hoy recuerdo vivamente como empecé a sentir las vibraciones, cada vez más intensas, y el ruido, sobre todo el ruido, que parecía proceder de un averno tenebroso. Recuerdo rápidamente haber leído en la novela "Diario de un emigrante" de Miguel Delibes que uno de los lugares más “seguros” en caso de un terremoto –el protagonistas sufría uno en Chile– era bajo el dintel de un puerta. Allí nos colocamos, viendo cómo se curvaban las paredes, se desprendían azulejos y caía parte del techo, junto a otros objetos. Luego, después de una eternidad de segundos, el desconcierto de bajar a oscuras por una escalera (desde la quinta planta).

Y ya en la calle, sentir las numerosas réplicas, alguna de las cuales hacía que la superficie de la Avenida de los Insurgentes se curvase como si fuera una hoja de papel a la que le del viento. Se del temor que sufre la población ante las réplicas que siguen a un terremoto. Lo comprendo bien. Y sólo por muy poco me libré de un terremoto mucho más destructivo, de intensidad 8,8, que afectó a Chile el 27 de febrero de 2010; debía viajar allí el día siguiente para participar en el Congreso Internacional de la Lengua Española, que se iba a celebrar en Valparaíso.

Afortunadamente para la mayoría de los humanos la fragilidad terrestre que denota un gran terremoto se hace patente pocas veces, pero si algo caracteriza a nuestra globalizada civilización es hacer conscientes a todos (salvo a los más desprotegidos, esos que ni siquiera pueden acceder a medios de información) de lo que sucede en cualquier rincón del planeta. Estos sismos al igual que las erupciones volcánicas, evidencian que la Tierra es, en cierto sentido, un sistema vivo que sufre transformaciones. Y no estoy refiriéndome ahora a la idea de Gaia, introducida en la década de 1960 por James Lovelock, según la cual la biosfera, la atmósfera, los océanos y la superficie terrestre forman un sistema interactivo y autorregulado que en ciertos aspectos se asemeja a un sistema vivo. Sólo a “lo que está bajo nuestros pies”.

Gran parte de las trasformaciones que se producen en las capas más superficiales de la Tierra son producto de la acción continua del viento, la lluvia, el flujo de ríos o la actividad de mares y océanos, y pasan casi inadvertidas ante nuestros ojos, acostumbrados como estamos a extraer conclusiones en base al limitado rango temporal que constituye una vida humana. Pero los geólogos aprendieron a ver más allá. Fue sobre todo el escocés Charles Lyell (1797-1875), quien desarrolló la llamada “teoría uniformista”, que hace hincapié en que muchas de las características de la estructura de la superficie y de las capas más externas de la Tierra se explican sin más que recurrir a fenómenos como los antes citados. Sin embargo, Lyell nunca llegó a imaginar que la característica geografía continental de la Tierra pudiese haber cambiado a lo largo del tiempo; que los continentes no hubiesen estado siempre en el lugar en el que se encuentran en la actualidad. Fue el meteorólogo y geofísico alemán Alfred Wegener quien con más argumentos propuso, especialmente en un libro que publicó en 1915, El origen de los continentes y océanos, la idea de que los continentes se encuentran en movimiento; que en el Pérmico, esto es, hace más de 250 millones de años, y durante el Triásico (entre 245 y 208 millones de años), los bloques continentales que ahora conocemos estaban agrupados en un gran supercontinente, Pangea.Más tarde, en el Jurásico (entre hace 208 y 144 millones de años), apareció la primera fisura entre Europa y África, iniciándose un proceso que condujo a la geografía continental actual. La base factual de que disponía Wegener era, no obstante, pobre, poco más que la similitud entre los perfiles orientales y occidentales de, respectivamente, Sudamérica y África. Los elementos que faltaban aparecieron a finales de las décadas de 1950 y 1960, cuando se dispuso de mejores medios para analizar la estructura terrestre, incluyendo los fondos marinos.

Surgió así la denominada “Tectónica de placas”, según la cual no son sólo los continentes los que se mueven, sino zonas más extensas de la corteza terrestre (“placas”) que incluyen parte de los océanos. El movimiento de las placas sobre estratos más profundos, siendo la fuerza motriz las lentas corrientes de magma (material fundido que existe en el interior de la Tierra), generadas por el calor que procede del núcleo terrestre. La dinámica del movimiento de esas placas es diversa; por ejemplo, pueden chocar, dando origen a cadenas montañosas como el Himalaya o los Andes, pero también dos placas pueden deslizar entre sí, a veces en sentidos inversos, siendo el caso más conocido de este tipo el de la falla de San Andrés, en California, y es este contacto de fricción entre los bordes de las placas lo que provoca un terremoto.