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sábado, 18 de noviembre de 2017

La historia no contada de la Alemania Nazi

Por Janet

En una expectante sala, Geoffrey Lawrence, presidente del Tribunal Militar Internacional que iba a juzgar a los máximos dirigentes del nazismo, fue preguntando a los encausados cómo se consideraban respecto al acta de acusación leída el día anterior. El exministro del Aire Hermann Göring intentó esbozar un discurso, pero no se lo permitieron. Acabó respondiendo únicamente: “En el sentido del acta de acusación, me declaro no culpable”. La fórmula fue más o menos seguida por los demás acusados. Cuando le llegó su turno, Albert Speer contestó con un lacónico: “No culpable”. Aunque había visitado el campo de concentración de Mauthausen, dijo no conocer la dramática situación de los internados.

Sin embargo, sí escribió una carta a Heinrich Himmler, jefe de las SS, para que mejorara las pésimas condiciones de vida de quienes trabajaban en el complejo Dora-Mittelbau, donde se fabricaban los misiles V2 que se lanzaban sobre Londres. También dijo no saber nada acerca de la denominada Solución Final, y se emocionó visiblemente cuando vio las imágenes rodadas en los campos.

A medida que avanzaba el juicio, su posición fue cambiando. Admitió el empleo de trabajadores forzados en las fábricas bajo su jurisdicción. Al contrario que los demás acusados, aceptó su parte de “responsabilidad global” en los excesos ocurridos durante los años del Tercer Reich.

Y en su declaración final, además, condenó expresamente la figura de Hitler. Quizá por ello, a diferencia de otros acusados que mantuvieron sus posiciones, Speer se salvó de la horca.Aun así, el tribunal le halló culpable de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, y le condenó a 20 años de reclusión mayor. Poco afectado, declaró: “¡Veinte años! Bien... Tal como estaban las cosas no les habría sido posible dictar una pena más clemente. No puedo quejarme. Y tampoco quiero hacerlo”. Otros condenados a penas de cárcel no tuvieron que cumplir la sentencia en su totalidad. Debido a la presión de los soviéticos, Speer la cumplió íntegramente, lo que no le evitó ser considerado un traidor por algunos de sus antiguos camaradas.

Liberado a los 61 años, el que había sido el ministro más joven de Hitler dedicó el resto de su vida a lavar su imagen. A reconstruir desde su propia y particular perspectiva, más que a falsear, los dramáticos años del Tercer Reich. Los libros que escribió Speer al respecto se vendieron por millones, mientras él concedía entrevistas y aparecía en televisión contando “su historia” y repitiendo que no sabía nada sobre el Holocausto.

Una infancia compleja Albert nació el 19 de marzo de 1905 en Mannheim, en el seno de una familia de la alta burguesía. Sería el segundo de los tres hijos de Albert Friedrich Speer, arquitecto, y su esposa, Luise Mathilde Hommel, procedente de un acaudalado linaje industrial de Maguncia. En la familia Speer la apariencia primaba sobre la realidad. Un padre autoritario, al que sin embargo adoraba, y una madre ostentosa, más preocupada por la vida social que por sus hijos, privaron al pequeño del cariño que necesitaba. Víc tima propiciatoria de las tropelías de Hermann, su hermano mayor, Albert sufrió recurrentes crisis de angustia que nunca le abandonarían. Sus únicos refugios fueron su abuelo materno, un hombre sencillo, completamente ajeno a la riqueza que había creado, y mademoiselle Blum, la gobernanta francesa de origen judío que con frecuencia desempeñó el papel de verdadera madre.

Tras la derrota alemana en 1918, la familia se trasladó a Heidelberg, donde Albert continuó sus estudios de forma brillante, destacando en matemáticas. También adquirió la costumbre de planificar sus actividades y reseñarlas después. Este hábito, que le sería de gran utilidad en el futuro, lo compaginó con la práctica de deportes alpinos y el remo. En Heidelberg, a los 16 años, conoció a la discreta y reservada Margarete Weber, un año menor que él, hija de un ebanista de buena posición. Sus padres intentaron evitar el noviazgo por inconveniencia social, pero Albert se sentía cada vez más atraído por la joven y por la calidez que emanaba su familia.

Aunque quería ser matemático, el joven Speer se plegó a los deseos paternos y comenzó en 1923 los estudios de arquitectura. Primero en Karlsruhe, y después en Múnich y Berlín. Tras licenciarse en 1927, completó su formación en el estudio del afamado profesor Heinrich Tessenow, de quien se convirtió en ayudante. Al cabo de un año se casó con Margarete en una sencilla ceremonia a la que no asistieron sus padres. Tardarían siete años en “recibir” a su nuera.

Fueron tiempos felices para el matrimonio Speer, a pesar de la zozobra política y económica reinante en Alemania. Albert ganaba un buen sueldo como profesor ayudante, ingresos que redondeaba con algunos proyectos particulares y, pese a todo, una suculenta asignación paterna. De ahí que su pequeña residencia se convirtiera en centro de peregrinación para compañeros y amigos menos favorecidos. Nunca solía negar su ayuda, pero un cierto aire de superioridad al concederla convertía en antipático a un joven por lo demás encantador.

Centrado en su profesión, Speer sentía poco interés por la política. Sin embargo, a finales de 1930 sus alumnos le arrastraron a un mitin de Hitler. Quedó fascinado tanto por él (“Sentí que se me ponía la piel de gallina a lo largo de la columna vertebral”) como por su discurso (“Había suscitado en mí un sentimiento de serenidad, de esperanza, de orden y estabilidad”). En marzo del año siguiente ingresó en el Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP) a pesar de la opinión de su padre, para quien los nazis, poco más que gentuza, conducirían a Alemania al desastre.