Una bofetada al dolor
Golpea el esposo a su mujer. Le bate a puños con ceño fruncido, rostro de rojo de cólera y ojos vidriosos. Golpea la madre a su hijo; ha sido terco, inquieto, así que lanza nalgadas con furia y gritos de vergüenza. Golpea, golpea también el jefe a su subordinado con la mirada de hastío, con la expresión que le grita: ¡incompetente, idiota, inepto! Y no está libre de maltratos la vecina, del vecino más cercano, porque su mascota le ha manchado sin quererlo el portal. Tira entonces la puerta en su cara, o le espeta hirientes comentarios delante de terceros.
Así transito cada calle, cada casa, cada esquina, y encuentro por todos lados, golpes, gritos, cizaña. Actos de violencia que colman el aire, se respiran, y causan obstrucción en la sensibilidad y la porción del alma reservada solo para el bien. Porque no hay convivencia sino intolerancia. Porque se vació el recipiente de la amabilidad, del respeto, de nuestros propios límites. Actuamos como víctimas de nosotros mismos, del temperamento agresivo, llenos de impulsos que nos conducen una y otra vez a la violencia.
¿Y es que constituye esa la norma del futuro? ¿Llegamos a la selva postmoderna donde hay que mostrar fortaleza para sobrevivir y ser libres? Prefiero entonces ser la excepción y callar sin ser sumisa, pero no causante de la ira inundada. Prefiero ceder y sonreír cuando solo me circunde la tensión y la aspereza del prójimo. ¡Si todos lo prefiriéramos! Si fuésemos capaces de tragar amarga bocanada antes de ofender, apretar nuestros puños antes de magullar, o bajar el rostro antes de lanzar gestos y miradas hirientes. Entonces seríamos más de nuestra raza, más humanos, más perfectos; y fuera una eterna armonía la convivencia. Porque la violencia engendra violencia, porque no da frutos, sino de injusticia y dolor.
De golpes se ciñe nuestra infancia, las nuevas generaciones que respiran este mundo de violencia y dolor. Golpean los presidentes, los funcionarios, el nuevo universo ha aprendido nuevas maneras de lanzar puñetazos y romper los rostros. Son los desvalidos, los sin poder, aquellos a los que no les queda de otra que escudarse en la arbitrariedad de terceros los que más sufren. Volteemos nuestro rostro a ellos, démosle voz a los sin voces, mirada a los ciegos, pies a los inválidos, solo así se construirá un mundo mejor, una realidad en la que alguien creyó que podía ser posible.