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domingo, 1 de octubre de 2017

¿Publicar o no publicar? Esa es la cuestión

Por Marta A.

Las tribulaciones existenciales del príncipe danés, de hinojos ante la tumba del pobre Yorik, legaron a la humanidad quizás la frase más conocida de la dramaturgia shakesperiana: ser o no ser… Asimismo, el eterno conflicto entre lo correcto y lo erróneo preocupa al ser humano desde mucho antes de que Hamlet sufriera su ataque de loca conciencia, o consciente locura. Da igual. Ya los antiguos filósofos orientales proponían senderos para transitar éticamente por la vida, y debatían entre ellos los cimientos de los futuros principios básicos de la conciencia social. Desde el pensamiento mágico primitivo hasta los estudios de la naturaleza, desde Sócrates hasta Kant, desde el budismo hasta el cristianismo arcaico, todos se trazaron sistemas universales que pretendían regular la conducta humana.

Al respecto, el marxismo rompió con todos las tentativas -tanto de idealistas como de materialistas primigenios- de crear una ética por encima de la sociedad, pues tales intentos de instituir una moral universal, independiente de las condiciones históricas, son lastradas por pasiones y miserias humanas.

He ahí el origen de la manida pero certera aseveración marxista que reza: “el ser social determina la conciencia social”. O sea, el ser humano, antes de asumir una determinada actitud ante la vida (religiosa, ideológica o ética) necesita satisfacer sus necesidades básicas. Dicho de una manera más descarnada: para pensar y obrar hay que comer.

Partiendo de esa premisa y teniendo en cuenta que la ética afecta a todas las esferas de la sociedad, incluida la prensa, vale preguntarse: ¿Hasta dónde podemos llegar en el ejercicio periodístico? ¿Debemos renunciar a una primicia por no “quemar” una fuente? ¿Ética sobre “palo” periodístico?

Ciertos estigmas han perseguido históricamente a los profesionales del periodismo: ser considerados “chismosos”, “chupatintas”, “quitaletras”, “vocingleros” y, en el peor de los casos, “mentirosos”. Otra tendencia, exacerbada por la parafernalia hollywoodiense, presenta una épica imagen del periodista como un aventurero sin escrúpulos cuando de conseguir una noticia se trata, capaz de cualquier temeridad o triquiñuela con tal de lograr la historia que catapulte al audaz reportero directo al estrellato.

La cinematografía mundial presenta tres ejemplos diferentes y emblemáticos de la cuestión ética en el periodismo: “Ciudadano Kane” de Orson Welles, “Salvador” de Oliver Stone y “Cristal quebrado” de Billy Ray.

En la obra cumbre de Welles, el realizador recrea la vida del primer gran zar mediático, William Randolph Hearst. Este artífice del amarillismo y la manipulación de masas fue el cerebro que condicionó la opinión pública norteamericana cuando Estados Unidos entendió que la fruta estaba lo suficientemente madura y decidió intervenir en la guerra hispano-cubana.

Revelador en extremo fue el telegrama que le envió entonces a uno de sus enviados especiales a la Isla, quien se quejaba de la tranquilidad imperante y el poco clima bélico. Hearst le respondió: “Ponga usted las ilustraciones, que yo pondré la guerra”. Fiel a su máxima de “Yo creo las noticias”, Hearst acusó en su cadena de periódicos a España de la voladura del buque Maine y el resto es historia…

El guión de “Ciudadano Kane” es una réplica de la vida de Hearst, quien hizo todo lo posible por impedir que saliera a la luz, pero la Gran Depresión afectó a sus negocios, y eso mermó en gran medida su poder manipulador.

En “Salvador”, el polémico Stone colabora con el foto-reportero Richard Boyle y nace un estremecedor retrato de la guerra civil en El Salvador, narrado desde la perspectiva de un periodista mujeriego y juerguista, pero comprometido con la verdad, al punto de jugarse el pellejo para denunciar los horrores que vivía por entonces dicha nación centroamericana.

A pesar de las amenazas de muerte, las golpizas y el estado de terror –el filme recrea el asesinato del cardenal Arnulfo Romero y de varias monjas misioneras-, Boyle atestigua los crímenes de la dictadura, la permisividad del gobierno estadounidense, los atropellos contra los derechos constitucionales y el silenciamiento de las voces que pretendían divulgar el horror.

“Cristal quebrado”, a su vez, narra la historia del talentoso Stephen Glass, un joven cuya carrera periodística asciende vertiginosamente gracias a una serie de reportajes inventados por el autor. La película evidencia una serie de fallos en el proceso de constatación de los hechos, que atentó contra la credibilidad de su revista, sin importar cuan prestigiosa sea su historia.

Y todo amparado en el socorrido alegato de que “la gente tiene derecho a saber”, que da pie a otra polémica: ¿Acaso todo tiene que ser de dominio público? ¿Quién decide qué le importa o no a la opinión pública? ¿Dios? No: las políticas editoriales y los códigos de ética específicos.

Desde hace varias décadas, los periodistas de todo el mundo intentan unificar criterios -más allá de obligaciones con sus respectivos medios- en torno a sus derechos y deberes.

Ante todo, los periodistas tienen una responsabilidad con la verdad, o al menos con SU verdad: todos concuerdan en que la trajinada objetividad es una falacia, pues la realidad pasa por filtros individuales. Por ello también es relativa la imparcialidad, pues la misma decisión de relatar un hecho a partir de una arista específica implica una toma de partido. Aquel que mejor enmascare su postura es, sencillamente, un buen profesional.

Una exigencia tradicional en el gremio atiende al libre acceso a las fuentes de información, que a su vez tienen derecho a hablar “off the record” o a mantener su anonimato, si así lo piden. Ello implica el riesgo de renunciar a una buena noticia para proteger a su informante, pero una vez garantizado el anonimato, el periodista tiene la obligación moral de defender su secreto profesional, como un médico o un cura, so pena de perder la confianza de sus fuentes.

Claro, ciertos reporteros con ínfulas de “vedette” persiguen el protagonismo o las prebendas, y en consecuencia a) venden su pluma al mejor postor o b) sacrifican su credibilidad en aras del sensacionalismo.

Es entonces que el periodista enfrenta su dilema shakesperiano: ¿publicar o no publicar? O mejor dicho: ¿ser ético o no ser ético? Ese, en definitiva, es nuestro problema...