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martes, 10 de octubre de 2017

Una actividad que revoluciona el arte en España

Por Janet Rios

Dos exposiciones rutilantes, en itinerancia internacional, han recalado estos meses en Barcelona: “David Bowie Is”, retrospectiva espectacular del malogrado genio británico; “Björk Digital”, con las creaciones del músico y productor en torno al diálogo con la luz y el color.Mucho tiempo atrás el pop entró en el circuito de exposiciones como una manifestación cultural más, tendencia que este año se manifiesta con vistosidad: tres muestras de altos vuelos, en torno a creadores de referencia como son David Bowie, Björk y Brian Eno, han coincidido en la agenda barcelonesa, haciendo de la cultura musical un espectáculo y un fenómeno mediático con derivadas que alcanzan hasta a la industria del turismo.

Exposiciones, no obstante, de trazos distintos entre sí: la de Bowie se aviene al modelo más clásico de ofrenda museística a un artista a través del recorrido audiovisual por su trayectoria con todo detalle y abundancia de fetiches, mientras que las de Björk y Brian Eno tienen que ver con el actual momento de ambos creadores y contemplan esas puestas en escena como parte de su mensaje y de su relación con el público.

El mayestático mono de vinilo diseñado para Bowie por Kansai Yamamoto en la época de “Aladdin Sane” (1973), de abombadas perneras, impacta al visitante en la primera sala de “David Bowie Is”, una exposición que se inauguró en el Victoria & Albert Museum, de Londres, en 2013, y que ha pasado hasta ahora por Chicago, São Paulo, Toronto, París, Berlín, Melbourne, Groninga (Holanda), Bolonia y Tokio. Con sus trescientos objetos procedentes en su mayoría del David Bowie Archive, la muestra depara un rotundo asalto a los sentidos a través de su sucesión de salas por las que te mueves conectado, mediante auriculares, a las sucesivas fuentes de sonido con las que te vas topando: conciertos, apariciones televisivas, entrevistas, testimonios, escenas de películas. Severa y disfrutable inmersión.

Se desprende el retrato de Bowie como creador integral más allá de la música, como un todo plástico y conceptual. Como los bocetos de la película nunca rodada, que él planeó dirigir, en torno a “Diamond Dogs” (1974), o ese cuaderno en miniatura que muestra cómo llegó a imaginar el artwork de “Young Americans” (1975). Objetos que no se circunscriben a la mera memorabilia, sino que definen al personaje.

“David Bowie Is” no se queda en el amontonamiento de reliquias ni en la anécdota fashion y, del mismo modo que deja clara la confluencia de disciplinas y que pasa revista a las amplias influencias estéticas (del expresionismo al teatro kabuki) y a las sucesivas mutaciones los trajes de la era Ziggy o de la gira “Stage” (1978), la “fantasía colonial” del “Serious Moonlight Tour” (1983), la levita con la bandera británica de la portada de “Earthling” (1997)–, en ningún momento se llega a olvidar que estamos, sobre todo, ante un creador de música.

A diferencia del artista londinense, Björk Guðmundsdóttir está viva y bien, y se la intuye ocupada en tratar de estimular todas las terminales sensoriales de sus seguidores a través no solo del sonido sino de la imagen, la suya propia, esculpida a golpe de realidad virtual. Descansa la idea de que el concierto no tiene por qué ser la única vía para comunicarse con el público, que una Björk inmaterial y reluciente, mutante en su sucesión de formas fantásticas como extensión de las canciones que interpreta, puede llegar a suplantar a la Björk real, que envejece, se cansa y tiene ya más que tomada la medida del ritual del show sobre un escenario.

“Björk Digital”, que se inauguró en Sídney en junio de 2016 y aterrizó en Barcelona en el marco del Sónar, es una exposición para vivir en una acompañada soledad: aislado del aburrido mundo real por las gafas de realidad virtual, pero moviéndote de sala a sala en grupos de veinticinco visitantes y siguiendo las indicaciones de los guías. Un tipo de muestra rígida , que queda compensado por las sensación de bucear en un universo de fábula tan pronto accionas el automatismo y accedes al interior del último álbum de la islandesa, “Vulnicura” (2015).

Un disco que refleja sus sentimientos poco felices tras la ruptura con el artista norteamericano Matthew Barney. Más lejos todavía: te introduces en su interior, y no es ninguna metáfora, a través de la boca, siguiendo la superficie de su lengua, rumbo a las cuerdas vocales que se operó un tiempo atrás. Manejando un joystick te metes en túneles inquietantes, te acercas a su alter ego en forma de hada intergaláctica con una visión de 360º y puedes completar la fiesta manipulando las aplicaciones de su anterior disco, “Biophilia” (2011), y reencontrándote con los videoclips de toda su carrera.