Enviar por email

tu nombre: email destino: mensaje:
Nombre de Usuario: Email: Contraseña: Confirmar Contraseña:
Entra con
Confirmando registro ...

Edita tu perfil:

Usuario:
País: Población: Provincia:
Género: Cumpleaños:
Email: Web:
Como te describes:
Contraseña: Nueva contraseña: Repite contraseña:

lunes, 9 de octubre de 2017

Una vida y un talento que deben quedar en la historia

Por deltoro

El 28 de agosto se cumplió un año de la muerte de uno de los grandes iconos de la canción romántica. Juan Gabriel (1950-2016) era puro sentido del espectáculo, pero también un letrista irresistiblemente cursi y pertinaz. Fue la primera estrella pop de México y uno de los mayores exponentes del kitsch latino. Ciudad Juárez a mediados de los sesenta: un adolescente tímido, guapo y de aspecto humilde se sube por primera vez al escenario del Noa Noa, un salón de baile cercano al puente fronterizo que une Juárez con El Paso. Tiene 16 años, se hace llamar Adán Luna y gana algo de dinero lavando la ropa a unas prostitutas.

Una de ellas, amiga suya y habitual del local, consigue colarlo dentro y convence a la banda que toca allí todas las noches para que lo acompañe. El chico escribe canciones pegadizas y deliciosamente simples. La clientela del Noa Noa es una mezcla de obreros de las maquiladoras y soldados gringos de permiso que vienen de una base militar cercana. Todos acaban estallando en aplausos, levantándose y vitoreando. Aquel chico que contonea las caderas tiene la voz raspada y dulce al mismo tiempo y un innegable poderío escénico.

Su verdadero nombre es Alberto Aguilera y ya hace tres años que escapó del orfanato donde su madre lo internó cuando era un niño. Como cualquier huérfano, Alberto lleva dentro un dolor que ni la fama ni el dinero podrán resarcir. Acabará comprándole a su madre - con la que nunca perdió el contacto – la casa donde pasó años sirviendo. Y combatirá la sensación de abandono, la falta de cariño y la miseria con una ilusión arrolladora. Esa alegría será una coraza y protegerá el tesón con que Alberto peleará el éxito que conoció como Juan Gabriel cuando decidió adoptar aquel nombre al llegar a Ciudad de México para probar suerte: Juan por el artesano hojalatero que le enseñó a componer y a tocar la guitarra en sus años del orfanato; y Gabriel por su padre, un campesino de Michoacán que acabó internado en un manicomio después de que una quema de rastrojos se descontrolara y arrasara sus tierras y las de sus vecinos.

Alberto se afanó durante años en lograr un contrato para su primer álbum. Grabó coros para estrellas mexicanas de la época como Angélica María, Estela Núñez y Roberto Jordán. Recorrió cientos de kilómetros en autobús para actuar en boîtes de mala muerte en Tijuana, Mexicali y Ensenada. Y acabó encerrado en la cárcel de Lecumberri en el DF durante un año y medio por un robo que no había cometido. Pero por fin apareció “El alma joven...” (RCA Victor, 1972) y México se enamoró de él.

Desde aquel momento, toda Latinoamérica se rindió ante una versión excéntrica, casi eléctrica, del típico galán de la canción romántica. Juan Gabriel tenía una pulsión pop que infectaba todo lo que componía y cantaba: tanto sus rancheras como esas baladas aparatosas y profusamente arregladas. Afrontaba sus canciones con una pasión inusitada, fingida y honesta al mismo tiempo. O henchida de esa clase de verdad que solo puede brotar de lo postizo.

Quizá sus gestos y su voz delataban la fricción evidente entre las letras de sus canciones –plagadas de nombres de mujer– y su verdadero objeto de deseo. Juan Gabriel nunca admitió que le gustaran los hombres, pero estuvo cerca: fue en una entrevista en 2002 para Univisión en la que resolvió esa pregunta incómoda que había flotado sobre él durante treinta años con un fulminante “lo que se ve no se pregunta”. El pop garrapiñado de discos imprescindibles como “Siempre en mi mente” (RCA Victor, 1978), “Espectacular” (Ariola, 1978) o “Me gusta bailar contigo” (Ariola, 1979) –su etapa más exuberante y excelsa dejó sitio a baladas románticas con las que Juan Gabriel amplificó su potencia expresiva como cantante. “Hasta que te conocí”, la pista final de “Pensamientos” (Ariola, 1986), fue la más grande de todas ellas: pura apoteosis llena de despecho, rabia y arrepentimiento.

Cuando ya se había convertido en un ídolo pop en toda Latinoamérica, sus discos con Rocío Dúrcal le ayudaron a multiplicar ventas ya de por sí millonarias. Pero con los años llegaron los desencuentros y un distanciamiento insalvable. Le pasó lo mismo con Isabel Pantoja. Sus mejores amigas, sin embargo, siempre fueron sus asistentas. Varias le dieron hijos, contribuyendo a alimentar el morbo sobre su ambigüedad sexual. Otras simplemente se dedicaron a cuidar de él (solo cuando él lo requería). Quizá en aquel cariño encontró el consuelo que no tuvo en su niñez.