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viernes, 10 de noviembre de 2017

Un alemán de origen estonio

Por Janet Rios

Su nombre no es tan conocido como el de otros jerarcas nazis. Alfred Rosenberg, nunca alcanzó el poder que consiguieron otros miembros del partido como Heinrich Himmler, Hermann Göring o su odiado Joseph Goebbels, con quien competía en aspectos relacionados con la difusión de la ideología nacionalsocialista. Tampoco consiguió ganarse el respeto de la mayoría de sus camaradas. El núcleo duro del nazismo le despreciaba por su origen (nació en Estonia, en el seno de una familia de germanos bálticos), su intelectualismo (lo llamaban despectivamente “el filósofo”) y su carácter arrogante e inflexible. Sin embargo, mantuvo casi hasta el final el apoyo de su principal valedor: Adolf Hitler.

Rosenberg y Hitler se conocieron en Múnich a finales de 1919. Tenían mucho en común. Eran de edad similar(Rosenberg tenía veintiséis años y Hitler treinta), los dos admiraban Alemania aunque habían nacido fuera de ella, ambos habían crecido en una familia de clase media, se quedaron huérfanos en la adolescencia, les gustaba el dibujo y la pintura (Rosenberg estudió arquitectura en Moscú), habían recurrido a los comedores sociales durante un período de su vida y, lo más importante, compartían una misma visión del mundo. Los dos estaban de acuerdo en cuáles eran los peligros que amenazaban a la sociedad de su tiempo: el comunismo y los judíos.

Rosenberg había llegado a Alemania en 1918 huyendo del avance del ejército soviético. Tras una breve estancia en Berlín, donde no consiguió trabajo y se sintió horrorizado por el –a su juicio– decadente clima político y cultural de la ciudad, se trasladó a la capital bávara, tradicionalmente más conservadora (aunque también sumida en un período de agitación revolucionaria). Allí conoció al hombre que cambiaría el rumbo de su vida: Dietrich Eckart, un dramaturgo y periodista que escribía en publicaciones de extrema derecha. Eckart, de cincuenta y un años, contrató como redactor al veinteañero Rosenberg y se convirtió en su mentor, en la figura de autoridad que le ayudó a canalizar sus frustraciones como exiliado antibolchevique y a expresar por escrito sus ideas ultranacionalistas y antisemitas. Un antisemitismo que, en su caso, tenía dos rasgos distintivos.

El primero es que, fruto de sus vivencias en el Báltico, Rosenberg vinculaba judaísmo con bolchevismo. Como escribió en uno de sus primeros artículos, “Auf gut Deutsch” (“En buen alemán”), estaba convencido de que detrás de la revolución soviética se ocultaba una conspiración judía de proporciones globales. Esta idea, que influiría mucho en Hitler, la extrajo de la propaganda que difundieron los contrarrevolucionarios rusos blancos durante la guerra civil. En concreto de Max Erwin von Scheubner-Richter, el otro alemán báltico del partido, que huyó de Rusia el mismo año que él y que moriría del brazo del Führer durante el golpe de Estado que intentó este en 1923.

La segunda particularidad es que hacía extensible su odio a los judíos al cristianismo. “Cuando nos ponemos nuestras camisas pardas”, diría durante un mitin en Hanóver en 1934, “dejamos de ser católicos o protestantes. Somos solo alemanes”. Rosenberg aborrecía la naturaleza internacionalista y cosmopolita del cristianismo.

Abogaba por una fe nueva, una “religión de la sangre” inspirada en los mitos germánicos, y no en las tradiciones judeocristianas. Aunque Hitler estuviera de acuerdo con esa tesis, nunca la llevaría a la práctica. Ofender abiertamente a cuarenta millones de alemanes protestantes y veinte millones de católicos, que además simpatizaban con la política antibolchevique del régimen, nunca entró en sus planes.

Como era de esperar, Rosenberg se puso rápidamente en contacto con grupos de extrema derecha. Por mediación de Eckart ingresó en la Sociedad Thule, una organización esotérica, pangermanista y antisemita entre cuyos miembros se encontraban muchos de los futuros integrantes del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP, en sus siglas en alemán).

A finales de 1919, durante una reunión del partido recién fundado (todavía llamado solamente Partido Obrero Alemán), Rosenberg vio por primera vez a un militar austríaco con un pequeño bigote apellidado Hitler. “Mentiría si dijera que quedé anonadado por él y que de inmediato me convertí en un partidario incondicional suyo”, escribiría en su celda de Núremberg. Sin embargo, le bastaron quince minutos de escucharlo hablar en público para sentirse totalmente cautivado. “Cambió completamente mi destino personal y lo fundió con el de la nación alemana en su conjunto”. A partir de ese día, Rosenberg se convirtió en uno de los más leales y serviles colaboradores de Hitler.