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miércoles, 1 de noviembre de 2017

Una belleza imposible de dejar pasar

Por deltoro

El barón Thyssen abandonó a una princesa por ella. El príncipe Aga Khan la cubrió de joyas. Y Nicolás Franco, hermano del Caudillo, la quiso convertir en la “primera vedette de España”. Nina Dyer fue una de las bellezas más admiradas de la década de los cincuenta. Una modelo de alta costura (aún no existía el término “supermodelo”) que se codeó con lo más granado de la jet set europea y se casó con dos de los hombres más ricos del momento. Sin embargo, detrás del brillo de su riqueza y su cautivadora sonrisa se escondía una mujer emocionalmente inestable que se quitaría la vida con solo 35 años.

De Ceilán a la Costa Azul Nina Sheila Dyer nació en 1930 en la ex colonia británica de Ceilán, actual Sri Lanka. Era hija de una pareja de terratenientes dedicados al cultivo de té. Su madre era india y su padre inglés. De su infancia en la isla le quedó su gusto por el mar (fue propietaria de una pequeña isla del Caribe adonde solía retirarse) y su amor por la fauna salvaje (tendría como mascotas a dos panteras negras). Con veinte años se marchó a Inglaterra. Quería ser actriz. Recibió clases de arte dramático en Liverpool y, luego, se trasladó a Londres. Sin embargo, quienes se fijaron en ella no fueron los productores de cine o teatro, sino los diseñadores de moda. Gracias a su espléndida figura, esculpida por su afición a la natación, comenzó a trabajar como modelo de ropa de baño. A pesar de ello, Nina encontró un inesperado obstáculo en su carrera: su rostro. Las casas de moda inglesas consideraban que sus altos pómulos y gruesos labios le daban un aire excesivamente exótico para el gusto británico.

Nina no se resignó. Llamó a varias casas de moda francesas, donde creía que apreciarían mejor su belleza, y al poco tiempo se trasladó a la capital de la haute couture: París. Allí conoció a Pierre Balmain, el reputado modisto que en esos años vestía a estrellas del cine como Marlene Dietrich, Katharine Hepburn o Vivien Leigh, y a aristócratas como la reina Sirikit de Tailandia o Wallis Simpson, la duquesa de Windsor. Dyer se convirtió pronto en una de sus modelos predilectas. Gracias a ello, entró en contacto con la alta sociedad parisina. Enseguida la acogieron como a uno de los suyos. Nina cultivaba una imagen de enigmática heredera de las colonias que, junto a su singular atractivo físico, su carácter abierto, su gusto por el lujo y sus extravagancias (su afición a bañarse desnuda en el mar y sus peculiares mascotas fueron la comidilla de la prensa del corazón), resultó irresistible para los círcu los mundanos de la época.

Uno de los primeros en quedar cautivado por su figura fue Nicolás Franco. En 1950, mientras veraneaba en la Costa Azul, se hizo pública su amistad con la modelo. El pie de foto decía así: “Para Franco n la vida comienza a los 50 años. . Las imágenes también aparecieron en el Sunday Pictures. La publicación británica ironizaba sobre la intención de Nicolás de llevarse a la modelo a España para hacer de ella “la primera vedette del país”, y sobre el cambio de costumbres que tendría que adoptar esta, “porque en la España de su hermano Francisco ninguna mujer puede bañarse con tan mínima indumentaria”. Cuando el ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, le enseñó el escandaloso” reportaje al Generalísimo, este se limitó a hacer una observación de tipo anatómico: “Qué gordo está Nicolás”.

Pero quien verdaderamente perdió la cabeza por Nina fue el barón Hans Heinrich von Thyssen­Bornemisza. “Fue un auténtico flechazo”, confesó en sus memorias. La pareja se conoció en París en 1953. Heini, como le llamaban sus más allegados, tenía 32 años y era inmensamente rico. Había heredado un imperio industrial formado por más de doscientas empresas. También era un hombre casado y padre de un hijo. Su mujer era la princesa alemana Teresa de Lippe. Eso no impidió que se dejara engatusar por su “salvaje” amante. “Sé que se dijo de ella, cuando supo que yo era el multimillonario barón Thyssen, que decidió, sin más, seducirme. En aquel momento me hubiera dado lo mismo.

Hacer el amor con ella era maravilloso. El barón en 1954 se divorció de su mujer y se casó con ella. Durante ese tiempo, la modelo recibió varias muestras de amor del barón: un exclusivo abrigo de chinchilla, dos coches deportivos, joyas por valor de 400 millones de francos y, como regalo de San Valentín, la isla Pellew, en Jamaica, donde Nina se construyó una casa y pasaba largas temporadas disfrutando del mar.