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sábado, 2 de septiembre de 2017

El misterio tras un cadáver

Por G_nkerbell

La muerte y los cadáveres han causado históricamente una gran fascinación en el ser humano. Desde la antigüedad los cuerpos de los fallecidos han sido estudiados curiosamente como una forma de entender cómo funcionaba nuestro organismo y cuáles eran las causas que lo hacían deteriorase y dejar de funcionar adecuadamente. En el año 1768, William Hunter, un prestigioso anatomista, abrió las puertas de su Teatro de Anatomía en la calle Great Windmill de la popular ciudad de Londres. El local se abastecía de los condenados a muerte del Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales. Lo común en aquel tiempo era que el reo, tras ser ahorcado, fuera conducido a la mesa de disección para ser desollado, disecado y anatomizado. Los despojos eran el centro de las miradas de cientos de curiosos fascinados por los misterios que se ocultan bajo nuestra piel.

Con el descubrimiento de la pila eléctrica unos años después, al macabro espectáculo de la disección se añadió el arte de la reanimación, campo en el que sobresalió el italiano Giovanni Aldini. Aldini ofrecía por toda Europa un escalofriante espectáculo: la electrificación de un muerto. Su  más memorable actuación tuvo lugar el 18 de enero del 1803, en el Real Colegio de Cirujanos de Londres, cuando electrocutó el cadáver de George Forster, quien había sido condenado a la horca por ahogar a su mujer y a su hija.

Con varios electrodos por el cuerpo, Aldani logró que el ajusticiado empezara a moverse y tal pareciera que bailara una danza macabra. Algunos llegaron a pensar que realmente iba a resucitar al asesino; incluso las actas de la época recogieron  que en caso de que eso sucediese, el condenado volvería a ser ahorcado por sus crímenes.

A pesar de que existían muchos individuos para asombrar y asustar a los miembros de la alta sociedad con sus experimentos con cadáveres, lo cierto era que estos escaseaban cada vez más. En el siglo XVII, la Universidad de Edimburgo, una de las más prestigiosas de toda Europa en materia médica, con más de quinientos estudiantes, solo disponía de un poco más de tres cadáveres anuales para las prácticas de anatomía y disección.

Los cuerpos eran enviados por la Compañía de Barberos y Cirujanos, que podían disponer de cadáveres los ejecutados por sus crímenes. En Francia y Alemania, las facultades de Medicina se abastecían principalmente  de aquellos que morían en la cárcel, las casas de limosnas o los hospitales civiles si, como sucedía en muchos casos, no había nadie que los reclamase. En Italia todos los que fallecían en un hospital eran entregados a los anatomistas exceptuando aquellos que alguien se hiciera cargo del entierro. Sin embargo en Gran Bretaña, encontraban repulsivo usar a los fallecidos en los hospitales, y quienes practicaban la disección eran considerados como personas desprovistas de los sentimientos comunes de la humanidad.

Ante estas carencias que sufrían los futuros galenos se produjo una singular alianza entre hombres con pocos escrúpulos y los respetables médicos. De este modo comenzó la tenebrosa época de los robacadáveres que saqueaban los cementerios locales para extraer los cuerpos antes de que iniciase el proceso de descomposición.

Robas cadáveres era un negocio muy lucrativo ya que apoderarse de un cadáver y venderlo fresco conllevaba una ganancia de hasta 10 libras. Los hombres valían mucho más que las mujeres porque se podían examinar con más detalle los músculos. Se estima que, a principios del siglo XIX, había dos centenares de resurreccionistas solo en la ciudad de Londres.

Con el paso del tiempo, del robo se pasó al asesinato. El 18 de marzo de 1751 se ahorcó a Helen Torrence y Jean Waldie en la ciudad de Edimburgo por robar y matar a un niño que luego vendieron a un médico. Pero sin duda los más famosos fueron la pareja de irlandeses William Burke y William Hare. A lo largo de once meses, entre el 1827 y el 1828, asesinaron alrededor de dieciséis personas en Edimburgo y vendieron sus cuerpos a Robert Knox, el anatomista más famoso de Gran Bretaña en aquella época, que les pagaba entre siete y diez libras por cada cadáver.