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martes, 5 de septiembre de 2017

Hallyu, la ola surcoreana que inunda la cultura

Por G_nkerbell

Jorge González (1987), concibe a la cultura como el principio organizador de la experiencia humana, es decir, el lugar en el que los individuos y grupos se posicionan, se reconocen, se definen y se relacionan. Por su parte, los Estudios Culturales permiten entender la cultura como un terreno efectivo donde se construye la hegemonía, y en el cual diversas corrientes ideológicas recrean distintos puntos de articulación, es decir, la cultura se instaura en las formas en las que las relaciones históricas de dominación inciden de forma articulada en la concepción de las identidades de los sujetos y grupos sociales involucrados. Por último, el concepto de cultura que propone Comaroff (1992) permite entenderla como la relación dialéctica entre estructura y práctica en la que se reproduce y transforma el carácter del orden social mismo.

Los estudios sobre cultura y comunicación son una temática frecuente en las ciencias sociales. Estos términos se han puesto bajo la lupa de diferentes disciplinas que han acuñado infinidad de acepciones para ambos.

La comunicación es un proceso de construcción de diálogo y se entiende como fuente mediadora de la vida en sociedad, como relación de otredad e intercambio de sentido construido a partir de las interacciones sociales de las cuales es sustrato imprescindible. Es precisamente en la interacción donde la cultura interviene como elemento conformador de la experiencia humana y es en este concepto en el que se ancla la cultura a la comunicación y es entendida aquella como tejido de sentidos sociales a través de los cuales ocurren los procesos de significación de la realidad y que dota a los sujetos sociales de un marco cognoscitivo, moral, normativo, espiritual para comprender el mundo.

En el caso del fenómeno Hallyu se ha debatido profundamente si podría llegarse a considerar una forma particular de comunicación intercultural a pesar de su marcado carácter comercial y económico.

La interculturalidad es, antes que cualquier otra cosa, una postura. Una postura híbrida, una tarea inconclusa que plantea la necesidad de buscar caminos para la integración, la armonía y el desarrollo. Por ello, el ser intercultural se corresponde fundamentalmente no con la ejecución concreta y particular de estrategias o acciones encaminadas a tal fin, sino con el acto mismo de pensar y actuar conforme a un pensamiento intercultural.

Hasta inicios del 2000 estuvimos acostumbrados a la industria norteamericana y la europea como las “dueñas y señoras”, sempiternas dictadoras del consumo cultural mundial. Pero en los últimos años la producción surcoreana e hindú han venido creciendo a paso agigantado y ocupando un lugar importante en ese monopolio exportador de la cultura.

El consumo cultural, en pleno siglo XXI, no se reduce a lo que vemos en la gran o pequeña pantalla, ni en el teatro; es un fenómeno mucho más abarcador que llega a influir en cómo vestimos, cómo hablamos y qué compramos. La industria cultural moderna modifica el comportamiento de los hombres, implanta deseos y actitudes, y reconfigura identidades. Es así como el impacto actual de la Hallyu ha logrado que en La Habana las novelas coreanas se vendan “como pan caliente”; los jóvenes tienden cada vez más a reproducir las prendas de vestir y las apariencias andróginas que exportan estas series; las muchachas adornan sus cuartos, libretas y monederos con fotos de Lee Min Ho y Kim Hyun Joong (Boys before flowers), Choi Siwon ( ¡Oh!, My lady) y Jang Keun Suk (You’re Beautiful); o incluso incorporan al lenguaje diario frases como la popular “Fighting!” utilizada por los jóvenes de esa nación asiática.

Es decir, la incursión de las telenovelas surcoreanas en nuestra sociedad nos remite a un fenómeno de interculturalidad donde la circulación de sentidos da lugar al encuentro con experiencias e imaginarios sociales que (re)significan los propios. Pero, en este diálogo, intervienen además mecanismos de negación y exclusión, y en estos casos el otro es situado en el lugar de lo distinto, lo exótico, el pecado, el error o la ignorancia anulándose así la posibilidad de construcción de un vínculo social recíproco. Dicho en términos dialécticos: negando al otro, nos negamos a nosotros mismos.

Una verdadera relación intercultural debe establecerse entonces a partir de un autoreconocimiento y una valoración de nuestra propia identidad cultural, aceptando las diferencias de esa otredad y acercándose a ella desde un punto de vista abierto pero crítico que sea capaz de realmente buscar un complemento a nuestro propio pensar.