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lunes, 4 de septiembre de 2017

Piratas y corsarios en busca del oro del Nuevo Mundo

Por Yamy

Cuando a finales del siglo XV Cristobal Colón descubrió por error el llamado Nuevo Mundo pensando que llegaría a Asia, no le creyeron de inmediato porque ni él mismo tenía total dominio de su situación. Fue un poco más tarde cuando las cartografías comenzaron a mostrar a América como un nuevo continente. En 1507 se confirmó lo que muchos gobernantes europeos ya sospechaban: el descubrimiento de un desconocido e inmenso continente, territorio que fue saqueado y masacrado durante demasiado tiempo. Para la fecha, España no pudo mantener más el secreto acerca de sus nuevas posesiones más allá del océano. Las informaciones sobre la abundancia de oro, plata y perlas en América estaban arribando al puerto Sevilla, el único autorizado a comercializar con aquellos lejanos territorios. Desde allí se corría la voz por toda Europa sobre las riquezas que del nuevo continente estaban llegando.

Sin embargo, aunque la ruta hacia América seguía siendo desconocida para muchos, y la Corona española mantenía los mapas y las cartas de navegación bien guardadas, la tentación era mucha y se habían abierto las puertas de la ambición y la codicia. De hecho, según datos históricos, ya en su tercer viaje durante 1498 y 1500, Cristobal Colón pudo advertir la presencia de corsarios franceses merodeando por las Azores. Entonces, como la ubicación de América no era de dominio público, y era muy difícil llegar por casualidad, piratas y corsarios adoptaron estrategias: atacar a los barcos españoles y portugueses justo cuando ya estaban de camino regresando con sus tesoros.

Es por eso que el área triangulada formada por la península Ibérica, las islas Canarias y el archipiélago de las Azores se convirtió en la preferida para asechar los tesoros que, provenientes de América, se adjudicaron españoles y portugueses. Tales riquezas estaban amparadas por la firma del tratado de Tordesillas en 1494 y la bendición del Papado. Por tanto, como Francia, Inglaterra y Holanda quedaron fuera del acuerdo, despertó cualquier tipo de rencillas. Todos se querían beneficiar.

A inicios de 1522, el francés Jean Florin ordenaba a una flotilla de barcos piratas para que constantemente patrullaran las islas Azores con el objetivo de buscar presas. Florin era conocido por robar a barcos enemigos del rey de Francia: españoles venecianos e italianos. El detalle curioso es que no se trataba de un corsario, Florin no repartía sus ganancias con la monarquía, por el contrario, le cobraba grandes sumas por atacar a sus enemigos.

Era famoso por ser cruel estratega y haberse quedado con importantes botines. Gracias a él otras naciones europeas advirtieron las riquezas del Nuevo Mundo, y en poco tiempo las costas estuvieron inundadas de piratas y corsarios, unos trabajando por cuenta propia y los otros para sus reyes. La jugada era bien fácil, permitían que las embarcaciones salieran ilesas de Europa, y las asaltaban cuando volvían cargados de riquezas. Es así como pudieron dar con las cartas que explicaban las rutas de navegación, y a partir de ahí ampliaron sus horizontes porque supieron dónde buscar.

Esta fue una práctica asidua en los mares que duró por mucho tiempo y hubo que combatir. Para prevenir un asalto pirata idearon un sistema de acompañamiento con escoltas. Desde puertos como el de Veracruz en México, Portobelo en Panamá, y Cartagena de Indias en Colombia, las riquezas saqueadas eran trasladadas en flotas fuertemente custodiadas hacia La Habana, en Cuba, desde donde zarpaban protegidas por galeones fuertemente artillados. Con esas condiciones solo pudieron vulnerarlos en dos ocasiones: la primera vez por el holandés Piet Heyn en 1628, y en la segunda ocasión por los ingleses Blake y Stayner en 1657.

Piratas y corsarios estuvieron forzados a cambiar de modus operandi. Ya no intentaban un ataque suicida en pleno  océano, sino que estudiaron las debilidades y dedicaron su concentración hacia las posesiones españolas en tierra firme, la gran mayoría estaba poco pobladas y mal defendidas. Con esta nueva táctica se destacó el pirata inglés Francis Drake, muy temido en la época. Se cuenta que en 1573 buscó la ayuda de negros esclavos fugitivos y del corsario francés Guillaume Le Testu para cercar las costas de Panamá. Se internó en la selva para acechar y capturar un cuantioso tesoro que provenía vía terrestre sobre mulas desde Perú con destino a La Habana.

De esa manera se fizo famoso y obtuvo la protección de Isabel I de Inglaterra. Sin embargo las hazañas del pirata legendario no cesaron porque Drake estaba obsesionado con los galeones del tesoro y estaba ofuscado por conseguir una recompensa descomunal. Años más tarde, en marzo de 1579, coincidió con un galeón rebosante de riquezas: Nuestra Señora de la Concepción. Aún estando en desventaja porque el otro estaba demasiado artillado, Drake se valió de jugarretas para burlar la confianza de su capitán Sanjuán de Antón. Logró hacerse de un tesoro cuantioso en joyas, piedras preciosas, oro y plata. Fue tan pudiente su recompensa que en total el valor ascendía a unos 18 millones de euros actuales, y a su regreso a Inglaterra, fue nombrado caballero.

Como consecuencia de la tremenda pérdida que supuso el ataque de Drake para España, las flotas se reforzaron aún más obligando a que los corsarios ingleses tuvieran que internarse en el océano Pacífico para buscar una oportunidad. Supuestamente la inmensidad del mar lo hacía difícil. Pero a pesar de todas las medidas, continuaron las hazañas, aunque menos, porque el contrario siempre encontraba debilidades. Otros de los corsarios ingleses que hizo historia con sus saqueos fue Woodes Rogers; y un caso singular fue Thomas Cavendish, quien en 1587 atacó el galeón Santa Anna, con 600 toneladas en oro, plata, porcelanas y sedas chinas. Lamentablemente esa embarcación yació al fondo del mar con todo lo que no pudo llevarse a tierra firme.

A inicios del siglo XVII la piratería se desplazó al Caribe, donde sus muchas islas desiertas funcionaron como refugios para cazadores franceses, llamados bucaneros. Primero solo comerciaban con lo que obtenían de la caza abasteciendo de contrabando a barcos mercantes, pero en unos años se aliaron con cimarrones y con colonos franceses e ingleses. Juntos conformaron una nueva alianza, y asaltaban a mercantes españoles, o de cualquier bandera, desde sus bases en tierra. Más tarde ampliaron sus operaciones convirtiéndose en filibusteros: piratas sin dueño. De acuerdo con textos de la época, eran más que todo, nocturnos, y rara vez se atrevían contra barcos artillados.

Como bien lo indica la historia, esta situación perduró por más de un siglo, pues ya en 1715, el monopolio español del comercio con América empezó a romperse con el tratado de Utrech. Las distintas naciones europeas se asentaron en la región, y por tanto filibusteros y bucaneros ya no servían para hostigar a los españoles, sino que se convirtió en un enemigo común a erradicar. El sueño de piratas, corsarios y filibusteros había sido hacerse de un galeón de la Flota del Tesoro, pero los afortunados fueron pocos: de los 11 000 barcos españoles que se calcula que cruzaron el Atlántico entre 1540 y 1650, solo pudieron capturar un centenar escaso, la mayoría mercantes sin grandes riquezas. En gran parte gracias al sistema de escoltas, que sirvió de modelo a los Aliados durante la segunda guerra mundial. Sin embargo, si algún enemigo fue implacable para los galeones del Tesoro español no fueron los ladrones del mar sino el propio océano, sus tormentas y huracanes.