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miércoles, 4 de octubre de 2017

Un hombre, una marca y una historia

Por Janet Rios

Sir Paul Smith hace mucho tiempo que se ganó sus galones (a rayas) como el diseñador de moda británica por excelencia. Hoy, habiendo entrado ya en su octava década de vida, todavía tiene un montón de trucos en su manga elegantemente adaptada. Smithyland, la sede mundial de la marca de moda Paul Smith, se encuentra en un hermoso edificio de ladrillo rojos en los límites del antiguo mercado de frutas y verduras de Covent Garden, en Londres. Desde el exterior y en la nada ostentosa aunque elegante sala de espera hay pocas señales que indiquen quien es el excéntrico propietario del edificio: ni la característica cursiva de su firma; ni el delgado y brillante patrón de rayas de colores que creó (y que se hizo tan excesivamente popular que no le quedó más remedio que acabar con él).

 

Ni siquiera un conejo, el animal que ha sido su amuleto durante gran parte de su carrera y que debe seguir haciendo todavía su trabajo, porque el viejo Smith, que ha cumplido setenta y un años, sigue en lo más alto de la resbaladiza cucaña de la moda después de casi cinco décadas. La ausencia de signos distintivos en el edificio podría tomarse como un reflejo de la humildad de su por-favor-no-me-llames- Sir-Paul propietario.

Pero, en realidad, no hay que ser un gran detective para darse cuenta de que este es el lugar de Smith. Detrás del mostrador de recepción hay una vitrina lleno de curiosidades que le delatan: un cartel de Eddy Merckx, unos mini robots o antiguas pertenencias de David Bowie. Si subes los cuatro tramos de escaleras a su despacho –el ascensor como de costumbre, está estropeado– pasarás por delante de cientos de fotografías enmarcadas, muchas de las cuales fueron tomadas por él mismo o tienen un significado personal.

Al terminar de subir, jadeando todavía, te encontrarás frente al hombre en persona: puede que necesites unos segundos para recuperar el aliento, pero no pasa nada, porque Smith empieza a hablar y, prácticamente, no se detiene ni un instante. No soy ni el primer visitante ni el primer periodista en tener ocasión de describir el sanctasanctórum de Smith y ya estoy resignado a no hacerle justicia.

Hay torres de libros por todas partes. En las paredes, casi también apiladas, hay muchas (y muy valiosas) obras de arte: una pintura de Le Corbusier, un boceto de Yves Saint Laurent, una fotografía de Cecil Beaton… Las bicicletas se amontonan, como si unos estudiantes las hubieran dejado tiradas de cualquier manera para no llegar tarde a su primera clase de la mañana…, si no fuera porque estas bicis han pertenecido a Bradley Wiggins, Mark Cavendish o Chris Froome. “Una niña estuvo aquí el otro día y contó veinte bicicletas –dice Smith–. Pero creo que solo sabía contar hasta veinte”.

Lo mejor de todo, sin embargo, son los exóticos cachivaches que Smith acumula. Un ejemplo: durante más de treinta años un fan anónimo –ni siquiera sabe si es un él o ella, sólo que el matasellos es de los Estados Unidos– le ha estado enviando recuerdos extraños. Llegan sin empaquetar, con los sellos pegados directamente en los objetos, que pueden ser una tabla de snowboard, un pollo de peluche, una escalera, un girasol de algo más de dos metros de alto… Un regalo que le llegó recientemente era un torso femenino hecho de plástico de color rosa brillante.

Smith se ha puesto serio, al menos por un momento. Nuestro encuentro tuvo lugar a finales de 2016, uno de esos días de diciembre en los que parece que el sol se ha puesto enfermo y ha decidido quedarse en casa. Y 2016 fue un año duro para Paul Smith, tanto el hombre como la marca. “Sí, ha sido un año muy difícil –admite–. Hemos tenido el Brexit, hemos tenido a Trump, hemos tenido el referéndum en Italia, terrorismo… En lugares como Francia hay un 30% menos de gente que vaya a París, así que se trata de un problema real. La recesión mundial no ha terminado de desaparecer.

Es sólo que la gente se ha instalado en la negación. Nosotros tenemos un negocio estable pero plano, que es mejor que el de muchos otros, que no son ni estables ni planos, y se ven obligados a recortar personal o cerrar tiendas. Por suerte nosotros no hemos recortado personal o cerrado tiendas por el momento”. En este clima, esta Smithyland –que él describe como “infantil”, pero no “pueril”– se ha convertido en una especie de santuario para refugiarse de un mundo cruel.

Entrar en una tienda de Paul Smith con el propio Smith es una experiencia surrealista. Debe estar seguro de la calidad de sus productos, le digo, porque de lo contrario tendría infinidad de clientes que se acercarían a él para quejarse.