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lunes, 14 de agosto de 2017

Muere Sigmund Sobolewski, el sobreviviente del Holocausto nazi

Por Yamy

A los 94 años de edad falleció en Cuba Sigmund Sobolewski, el prisionero número 88 del campo de concentración alemán de Auschwitz, quien posterior a su liberación se convirtió en incansable activista y fiel adversario del Fascismo; reconocido por enfrentarse a los neonazis modernos, y antisemitas. Aquí les presentamos un breve resumen de su historia plagada de sufrimiento durante la Segunda Guerra Mundial. Una vida dedicada a divulgar su experiencia,  los horrores del Holocausto y las graves consecuencias de la implementación de filosofías como aquella.

El 14 de junio de 1940, el polaco Sigmund Sobolewski fue de las primeras personas en ingresar en una de las infernales cárceles de los nazis, y uno de los pocos en sobrevivir. Soportó torturas que le dejaron secuelas para toda la vida, como no escuchar de un oído y dificultades para mover la pierna izquierda. Sin embargo, los mayores daños del horrendo cautiverio fueron psicológicos. Se convirtió en el prisionero número 88 en entrar a Auschwitz, de ahí que fuera conocido mundialmente por la numeración que fue obligado a usar como nombre mientras permaneció en encierro: más de 1500 días durante la Segunda Guerra Mundial.

Sigmund nació en Torún, Polonia, el 11 de mayo de 1923. Como él relató seguramente más de una vez, un grupo de uniformados alemanes entró a su casa de madrugada buscando a su padre, dirigente de un sindicato obrero polaco. Él no estaba y se llevaron a Sigmund a la fuerza, arrastrándolo. Tenía tan solo 17 años recién cumplidos la semana anterior, y en contra de su voluntad, soportando maltrato físico y verbal, ese día fue trasladado en tren a Auschwitz. De ese modo se convirtió en uno de los primeros 728 arrestados en llegar al mayor centro de exterminio de la historia del nazismo, donde enseguida le tatuaron el número 88 en el antebrazo izquierdo, dígito que le acompañó por el resto de sus días.

Así comenzó su calvario en prisión. Sigmund contaba que al año siguiente de su encierro habían llegado 7 000 presos, y en 1942 la cifra ya se había multiplicado diez veces. Para entonces Auschwitz había recibido a 70 000 personas, ¡en tan solo dos años! Según cálculos estimados, para cuando el campo fue liberado por el ejército soviético en 1945, la cifra era escandalosamente alta con cerca de un millón trescientos mil presos, de los cuales murieron un millón cien mil, el 90 por ciento.

Cada día de su vida en prisión Sigmund vio asesinar a cientos de personas, o quizás no veía todo el proceso, pero sí pudo observar cadáveres  por montones. Esa imagen de personas muertas amontonadas, y la depauperación de sus acompañantes, le habría torturado durante toda su existencia, tanto despierto como dormido.

Fueron muchas las calamidades impuestas, no obstante él tuvo la suerte sobrevivir, de ser parte de ese 10 por ciento que se salvó porque las probabilidades de hacer el cuento eran muy escasas, cualquier podía morir. Su primera función en aquel campo de concentración y exterminio fue de esfuerzo físico, “dando pico y pala”, después pasó a un almacén y más tarde a una fábrica de muebles, donde salvó su vida. Demasiadas tareas forzosas le habría causado la muerte inevitablemente, como a tantos de sus compañeros de prisión.

Los fascistas tenían una escala para asesinar: primero los soviéticos, luego los judíos, después los gitanos, testigos de Jehová, checos, polacos y alemanes. El pasó desapercibido durante cuatro años y medio, cuestión de suerte, quizás, o de su fe en Dios, decía, pues era católico.

El 10 o el 15 por ciento de los presos que llegaban en tren eran enviados a trabajar duro. El resto iba directamente a morir, los considerados débiles o no idóneos: mujeres embarazadas, mujeres con niños, hombres mayores de 45 años, personas con estatura por debajo de los 160 centímetros, y personas con problemas mentales o problemas físicos.

Una de las consecuencias del campo, reconocía el prisionero 88, es la “frialdad” que le dejó como persona. Comportarse demasiado social podía ser justificación necesaria para terminar fusilado, o ser enviado a la cámara de gas, o a las inyecciones,  y por tanto terminar en los crematorios. Su carácter se endureció rápidamente, se modificó en el plano social, y sin evitarlo durante toda su vida solo tuvo ligeros cambios. El daño caló en lo más profundo de su personalidad.

Los castigos que más marcas psicológicas dejaron en Sigmund le ocurrieron por agarrar un pedazo de pan extra, y por conseguir unos garbanzos y esconderlos debajo del uniforme. La primera “indisciplina” provocó que durante una hora tuvo que permanecer colgado de los brazos, por detrás de la espalda. El segundo correctivo fue recibir 15 golpes muy fuertes, con palo, en el cóccix. Ambos castigos le proporcionaron horribles dolores para siempre.

Una las penas más crueles que empleaban en Auschwitz era colocar al preso en firme, de un día para otro, entre las tres cercas que rodeaban la prisión. La mayoría caía y moría electrocutado en los alambres de corriente eléctrica. Pero también hay que mencionar las torturas psicológicas: la principal y silenciosa era el olor a carne humana quemada. El campo tenía cinco crematorios, y eran tantos los cuerpos que incineraban que las chimeneas tuvieron que ser reforzadas con acero porque se estaban quebrando. Y luego aquellos hornos de producción continua no daban abasto, y abrieron zanjas especiales para quemar cuerpos. De modo que el insoportable olor del sufrimiento se dispersaba por todo el lugar.

Sigmund explicaba que los mayores tormentos en Auschwitz los vivieron las mujeres. Gracias a la crueldad empleada, la tasa de mortalidad de las féminas fue cuatro veces superior a la de los hombres. Ensayaban con ellas, muchas dormían en barracas para caballos y aquellas que dieron a luz en cautiverio sufrieron terriblemente a través de sus niños que terminaban ahogados en agua o asesinados con una letal inyección de aire.

El prisionero 88 también fue objeto de experimentos por parte del equipo médico. En cierta ocasión sufrió de meningitis, y la enfermedad la combatieron con dos aspirinas, un vaso de agua, y sacándole líquidos de la columna y de la rodilla. También le dejó secuelas.

En noviembre de 1944 Sigmund fue trasladado a Sachsenhausen, otro campo de exterminio donde fue renombrado como el preso 115-318. Allí permaneció hasta 1945 cuando fue liberado por tropas del Ejército Rojo. Luego, como a muchos de los sobrevivientes les dieron la posibilidad de irse a Australia o a Canadá, él eligió este último país, donde vivió por más de 50 años, y donde se hizo especialista en soldadura.

Después de la guerra viajó por el mundo como activista en contra del fascismo. Ofreció conferencias sobre sus experiencias en Auschwitz, y son incontables sus reclamos por toda Europa para exigir que Alemania Occidental compensara a los prisioneros de los distintos campos de concentración y exterminio, y a sus familiares.

También formó una familia a pesar del trauma. En los años 60 se casó con Cándida Ramona Tamayo Corría, una cubana que conoció en uno de sus viajes a La Habana. Con ella tuvo tres hijos y vivieron en Canadá hasta que en 2013 decidieron establecer su residencia permanente en Bayamo, capital de la provincia de Granma, en el oriente de Cuba. Fue allí donde murió, a los 94 años de edad, el 7 de agosto de este año. Unos días antes lo hospitalizaron por una obstrucción intestinal, fue intervenido quirúrgicamente, y la operación fue exitosa, pero su corazón no funcionaba bien y tuvo complicaciones.

A grandes rasgos así fue la trayectoria de Sigmund Sobolewski, el prisionero número 88 de Auschwitz, superviviente del holocausto nazi. Una historia de vida plagada de sufrimientos y de constante labor en contra de las dictaduras totalitarias. Nunca se cansó de divulgar su experiencia y de luchar contra las tendencias fascistas, y fue enorme su contribución a que el mundo se enterara de los hechos terribles cometidos durante la Segunda Guerra Mundial.